Por Carmen Mateos
Relato publicado en número 4 de la revista LA FRAGUA, abril de 2014.
"La noche del aguacero,
dime dónde te metiste
que no te mojaste el pelo."
Llovía a océanos, pero ni siquiera eso impidió
que Rafael saliera aquella tarde de casa como un relámpago, con el último
bocado del almuerzo aún en la boca.
— Juana, me voy ya p'al pueblo.
— ¿Con lo que está cayendo,
chiquillo? No vayas hoy, hombre, que me
da miedo...mañana mejor.
— Que no, no te preocupes, mujer. Volveré
antes del anochecer.
Juana no sabía nada, pero desde hacía dos
semanas, era algo más que sus quehaceres cotidianos lo que movía a su esposo a
ir al pueblo.
Mientras aparejaba la yegua, Rafael no podía
dejar de pensar en ella. No veía el momento de poder abrazarla.
dejar de pensar en ella. No veía el momento de poder abrazarla.
Cogió el capote, el zurrón, dos quesos y las
hortalizas del huerto y, a lomos de la Kaki, cabalgó bajo la intensa lluvia,
con la misma ilusión furtiva que cada día desde aquella tarde en que la vio por
primera vez.
Rafael y Juana vivían alejados del pueblo, en
plena sierra, la misma sierra que los vio nacer y que fue cómplice de sus
primeros encuentros amorosos. Trabajaban la tierra y cuidaban del ganado de los
dueños de la finca, que, a cambio de sus servicios de pastoreo, les permitían
vivir allí, en una sencilla casa de piedra y adobe con techos de castañuela.
Tenían lo necesario para subsistir en esos tiempos de penuria y hambre. Amaba a
su mujer, buena como el pan, bella y generosa como la naturaleza que les
cobijaba. Pero era joven, y su espíritu curioso ansiaba algo más en el
discurrir monótono de sus días, siempre tan idénticos.
Bajaba al pueblo cada tarde a vender las
hortalizas y los quesos que Juana elaboraba. Esas escapadas diarias le
permitían huir de su aburrida realidad. Le gustaba imaginarse en mil escenarios
diferentes. Al fin y al cabo, veinte años no es edad para dejar de soñar. Tan
pronto era un marino, sabio conocedor de los secretos de las ciudades más
lejanas, como se inclinaba ante el elegante público de un gran teatro que
aplaudía la perfección de la pieza musical que acababa de interpretar. Otras
veces, se transformaba en uno de esos galanes de cine cortejando a una guapa
flamenca que se desvanecía en sus brazos casi asfixiada por uno de sus besos.
La tarde del aguacero, hacía ya meses desde que
el aire trajo por primera vez a los oídos de Rafael aquella voz triste y cautivadora.
Como una ratita en Hamelín, siguió su rastro sonoro hasta que la encontró,
majestuosa, en la venta de Bernardo, con
aquel gitano viejo. Se quedó petrificado bajo el dintel de la puerta, embrujado
por el sonido que salía de aquel cuerpo sinuoso, tan bello. Desde ese instante,
Rafael se encaprichó de ella.
— Te gusta, ¿eh?— le dijo Bernardo, viendo el
embobamiento del muchacho. Vino con un
viajante la semana pasada. Se largó y
aquí se quedó conmigo. Ha estado muda hasta hoy que Emilio la ha hecho hablar.
En fin, algún provecho le estoy sacando, sobre to pa las noches
de juerga. Anima a estos a que pidan más vino y siga el cante. Y si no hay
juerga, tampoco me estorba mucho. Ahí se queda, en la trastienda, hasta que
alguien la reclama.
A pesar de ese cuerpo, deteriorado por los
trasnoches de las tabernas, y lo apagado de su voz, era perfecta para Rafael.
Más de lo que nunca habría podido soñar.
Desde ese día, Rafael no faltó ni una tarde a la
venta, ilusionado con poder oírla. Si no estaba, pedía un vaso de vino y miraba
hacia la trastienda, como pretendiendo que su mirada girara el pomo y empujara la puerta. La percibía allí
dentro, callada, triste. Bernardo lo observaba con la discreción del buen tabernero.
Al cabo de un rato, Rafael suspiraba, se bebía de un trago el vino y se
marchaba.
La venta de Bernardo era el primer
establecimiento según se bajaba la cuestecilla de la Higuera, la vía de entrada
al pueblo. Era un lugar con duende. Sus paredes parecía que lloraran los cantes
que desde hacía lustros habían volcado en ellas las gargantas de los
parroquianos. Era frecuente que el vino sacara del alma de aquellas gentes sus
miserias y sus glorias, y salían a través de sus gargantas en forma de seguiriyas
y tonás. Y un cante llevaba a otro cante,
y un vino pedía otro vino, y así hasta altas horas de la madrugada. Cuando esto
ocurría, al instante salía ella de la trastienda, aclaraba las cuerdas de su
garganta y ya todo sucedía a su alrededor. Era la protagonista sin duda. Esas
noches, Rafael permanecía de pie, apoyado sobre la barra, apretando su vaso con
la misma fuerza con que cerraba sus ojos para que nada lo distrajera. Le dolía
verla y no tenerla, así que prefería oírla a sus espaldas.
— Si tanto te gusta, puedes llevártela. Pero a
cambio de que me traigas veinte conejos y cuatro quesos — se atrevió a
ofrecerle Bernardo.
Los ojos de Rafael brillaron y se sonrojó al
sentirse descubierto en su sentimiento hacia ella.
—¿En serio, me la podría llevar?— insistió
incrédulo Rafael.
— Claro que sí, muchacho, tú tráeme los conejos y
los quesos, y te la llevas. Estará mejor contigo. No es sitio este pa
ella.
Pensó en Juana. No le iba a gustar nada la idea,
pero ya se le ocurriría algo. Sin dudar ni un solo instante, cerró el trato con
un apretón de manos y, antes de que el ventero pudiera arrepentirse, se marchó
a casa.
Cargado de ilusión, esa misma noche aprovechó la
vuelta para poner unos cuantos cepos por el camino. Al día siguiente recogió
los dos primeros conejos para Bernardo. Así lo hizo cada tarde. En el camino de
vuelta a casa, ponía los cepos y al
bajar al pueblo recogía los conejos. Cuando no había conejos, dejaba un queso
en la venta.
La tarde del aguacero, llegó a la venta con dos
conejos y un queso para Bernardo. Le quedaban aún tres para cumplir con su
parte del trato. Pero a Bernardo le enternecía la ilusión del muchacho y esa
tarde le dijo:
— Bueno, chaval, ya puedes llevártela, ya me
pagarás el resto… te lo has ganao. Vete a hacer tus cosas y la recoges a
la vuelta.
Rafael se quedó sin respuesta… claro que se la
llevaría esa misma noche. Esperaría lo que hiciera falta. Tenía casi más
ilusión que en su noche de bodas. Ansiaba el momento de acariciar su piel. Había soñado tantas veces con ella que era
como si ya la hubiera abrazado.
La noche del aguacero, Rafael esperó, bebió,
soñó, palmeó y hasta se echó unos cantes… Seguía diluviando fuera y no tenía
como protegerla de la lluvia. No podría salir con ella en una noche tan mala.
Esperó y esperó, todo antes que dejarla un solo día más en la venta. Saldría de
allí con ella.
Esa noche, la juerga terminó más tarde que de
costumbre. Su timidez le impedía acercase a ella delante de los demás, así que,
mientras esperaba a que todos se marcharán y la lluvia cesara, el muchacho se
quedó dormido, desparramado y deshecho sobre una mesa.
Cuando la lluvia se cansó de golpear las ventanas
de la venta y un sol generoso y el olor a café de puchero lo despertaron,
sonrió como un niño el día de reyes al descubrirla allí, a su lado. Se la echó
al hombro, subió a lomos de la Kaki y enfiló el camino a casa con su guitarra
nueva, su nueva compañera.
La pobre Juana, desvelada por la preocupación, lo
esperaba nerviosa. Cuál sería su
sorpresa cuando lo oyó llegar, tocando por soleares… sano, seco y feliz.
2 comentarios:
Lo he vuelto a leer y me a vuelto a encantar. Ole!!!
Gracias, Juan.
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