Por Lolo Picardo
Publicado en el número 8 de la revista LA FRAGUA, noviembre de 2015.
Nadie lo esperaba, nadie lo
llamó. A todos extrañó su presencia, pero allí estaba. Su traje cruzado marrón
avellana, su camisa beige, su corbata impecable. Guapo, repeinado y con mucho
que decir. Ninguno pudo dejar de mirarlo mientras susurrando preguntaban quién
era aquel chaval. Caracol ni lo miró. El Niño de los Rizos, guitarrista de
muchas noches, lo besó. Le había tocado mucho en aquella venta. Lo veneraba y
había sido de los primeros en comprar el primer disco del artista. Cuántas
veces le tocó a la madrugá Eugenio, cuántas juergas, cuánto arte. Los demás lo miraban
ensimismados y no era para menos. A Camarón, con menos de veinte, gustaba verlo
y por supuesto escucharlo.
El grupo venía de inaugurar
una calle en Cádiz, en el barrio de la Viña. La calle Pericón de Cádiz. Se
congregaron muchos, muchos artistas. Porque Pericón era un grande de Cádiz y
tuvo que ser grande cuando le dedican a uno una calle y encima estando con
vida. Pues cuando acabó, unos tiraron para un sitio y otros para la Venta de
Vargas. Había que celebrarlo. Entre ellos Carmen Martín Gaite, ya escritora
distinguida; Félix Grande, el emeritense, el gran flamencólogo, el que hace
honor a su apellido; Antonio Murciano, dios de la poesía del flamenco; María
Vargas, guapísima, hermosa, flamenca; Fernando Quiñones, maestro consorte de la
Tacita, Coronel de la cultura gaditana; Niño de los Rizos y su guitarra, su
inseparable guitarra; los venteros, los clientes, los aficionados, todos estaban
allí, hasta los que no estaban.
La mecha de este encuentro se
encendió años atrás, una tarde que María y Juan, los venteros, quisieron
presentarle a Caracol a aquella promesa, aquella insigne garganta que
acongojaría el mundo del flamenco. Porque Caracol amaba a aquella pareja, eran
como hermanos. Se pasaba temporadas enteras viviendo en la Venta, disfrutando a
sus amigos, impregnándose de arte. Aún se recuerda al maestro jugando a las
cartas con el hermano de María, Mangolo, o repasando su repertorio de la a la z,
porque Manuel no “jamaba” la lectura y lo que se le olvidara lo perdía. Cuántas
noches le regaló Caracol a Juan Vargas y el ventero a Caracol. Cuántas madrugá
en el Campo del Sur escuchando a Magandé, el rey del fandango, el rey de reyes.
Cuánto cante…
Pero Manuel, ensimismado consigo
mismo o rindiendo culto al Botaina, no le respondió muy bien cuando aquel
gitanito le cantó, un mal gesto, una mala cara y algo así como que un gitano
rubio nunca llegaría a ser grande. Un pequeño desprecio, tan diminuto, pero que
quedó clavado en el corazón de aquel blanquecino calé, que disgustado miraba
como a su héroe no le gustaba su cante. Joselito Camarón solía pasar por la
puerta camino del Puente Zuazo, allí en las orillas del caño, el niño gitano se
bañaba, jugaba. Y todos los días miraba para adentro. ¿Quién estaría? El Pinto,
Marchena, las de Utrera. O quizás algún torero que le regalara un capote o unas
banderillas. Aquella era su casa, porque Juan moría con su cante y con su
estirpe flamenca.
Y en aquel cuartito, Caracol
mandaba, con cetro y corona. Manejaba el cante con su alma reventada en diez
mil batallas, remataba las siguiriyas con fuego en la garganta y clavaba sus
uñas, sus cuidadas uñas, en las palmas de la mano cuando cantaba la soleá de la
Andonda. Su cuerpo maltrecho por la enfermedad, lo ahondaba en la silla, la
mano haciendo compás, la diestra sentenciando el fandango. El público, el privilegiado
público absorto ante aquella forma de entender el cante, de utilizar el
flamenco para contar sus penas, sus temores, su llanto. No cantaba, era un
grito flamenco. Los soníos negros
pedían libertad, salir de aquella alma atormentada. Vivir con luz.
Y en aquella mística
habitación del colmao, aquellas
paredes de Mensaque y cal, entró el niño viejo. José Monge Cruz, el gitano
rubio, el que no llegaría a ser grande. Entró y se puso detrás de Caracol. Ni
lo miró. Y cantó un fandango como si el mismo Chacón lo hubiese cantado. Miró
al Niño de los Rizos y le pidió que le subiera un traste. Caracol hablaba con
Quiñones, Quiñones le recordaba un cante. Y Caracol lo cantó. Enorme pero con
más trabajo. El tono estaba más alto, pero lo acabó. Estaban en el tercer
traste y allí Manuel no canta, no le gusta. Remató Camarón el fandango. Genial,
ancestral. Y pidió a Eugenio, el de los rizos, que subiera al cuarto. Caracol
ni lo miró. La misma historia, Caracol cantaba bien pero incomodo, Camarón en
las nubes, pletórico, feliz, vengativo. Eugenio al quinto, Eugenio al sexto,
Eugenio al séptimo…
Caracol proseguía a riesgo de
reventar su garganta, de aniquilar su cante. Pero su grandeza no le dejaba
rendirse, era el rey del flamenco y estaba en su pedestal. En su casa, en
aquella Venta donde canto tanto, donde vivió tanto. En el séptimo cantó con
grandeza pero arrastrándose. Pidió ayuda a los arcanos del flamenco y acabó con
dignidad. A Camarón ni lo miraba. José cantó en el cielo. Cantó con Undebel, el dios de los gitanos, y el
cante se hizo grande e impregnó a todos con ese fandango, con esas letras, con
esos melismas. Y José, con ese cante, no le pedía la victoria de aquel duelo,
le pedía que le reconociera su grandeza, que para él Caracol era el más grande
que había parido el flamenco, pero que su cante era gitano y era también
grande. Que el gitano, aunque rubio, sabía cantar. Y Caracol lo hizo. Dejó su
narcisismo flamenco y lo hizo. Cogió la mano de José y la acarició, la besó. Le
pidió perdón sin pedirlo, inclinó su cabeza, sin moverla. Pero lo acarició. Y
aún en la séptima, donde cantan los ángeles, Caracol reventó su garganta, hincó
bien las uñas en las palmas de las manos y reventó un fandango que después
dirían que era su despedida. Caracol dijo:
Me voy a
morí,
gitanitos
de la Cava,
me voy a
morí.
Venid
gitanos, gitanas,
quiero
que lloréis por mí,
mis
gitanos, mis gitanitos de la Cava.
Noche histórica del flamenco,
dudo que hubiese otra igual. Grande, grande. Corazón contra corazón. Llanto por
llanto. Se podía decir que aquella noche Caracol entregó el cetro del flamenco
a Camarón, con permiso de D. Antonio, el de Mairena. Y desde aquella noche
Camarón se erigió como el Dios del quejío, del sentimiento, del flamenco. José
quiso a Caracol. Caracol también lo quiso. A su forma, pero lo quiso. Pero es
verdad que en un panal no podía haber dos abejas reinas y siguieron separados.
No coincidieron después. Y eso que Caracol lo intentó. Hasta partió una
guitarra cuando José le negó. Pero no cantaron juntos.
Decía Paquito, un bohemio lebrijano que paraba en la Venta, que cuando no hay ruido, sobre todo de madrugada, pone la oreja en las paredes y escucha ecos de aquella noche. Escucha una garganta grande que llora. Escucha unos melismas muy grandes, muy grandes. Pero Paquito ama el flamenco y su mente lo engaña. Todos quisiéramos haber estado allí. En la noche más importante de la historia reciente del flamenco.
Decía Paquito, un bohemio lebrijano que paraba en la Venta, que cuando no hay ruido, sobre todo de madrugada, pone la oreja en las paredes y escucha ecos de aquella noche. Escucha una garganta grande que llora. Escucha unos melismas muy grandes, muy grandes. Pero Paquito ama el flamenco y su mente lo engaña. Todos quisiéramos haber estado allí. En la noche más importante de la historia reciente del flamenco.
1 comentario:
Lolo, magnífico artículo. Ole tú.
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