Por Nolo Ruiz
Las
gastadas y polvorientas sandalias de Pitágoras echaron a andar transportando en
tranquilo deambular una cabeza encerrada en pensamientos y reflexiones. Ni el
sol ni los vendedores de virtudes y deleites perturbaban el encierro en que se
hallaba sumido, y que era, al fin y al cabo, el mismo en el que toda la especie
había permanecido desde que dijera por vez primera “soy”. No fueron las
errantes ni los números sagrados, ni siquiera esa inteligencia capaz de
reconocer en sí misma un diálogo y un interrogatorio: una pregunta y un atisbo
de respuesta.
Quién
sabe si ese día acababa de enterrar a un amigo, o si quizás había trasnochado
dibujando cuadrados en la arena con una vara seca. Quizás bebiendo vino.
Entonces sus sandalias se detuvieron ante la herrería donde los hijos de
Hefesto, el dios gitano de los griegos, patriarca con bastón, barba y camisa
rota que entró al Olimpo borracho y montado en una mula pa liberá a su mare –según me contó Homero una tarde–, golpeaban los
yunques desentrañando a fuego misterios siderales, siderales como las
luminarias móviles incandescentes que coronaban los cielos sobre la casa de
Pitágoras, para darles eidos, forma. “Vamos a escuchá”, vociferaron duendes
mudos a los oídos del caminante detenido. Entonces oyó. Entonces escuchó los
números. Entonces le gritó el alma y se oyó a sí mismo preguntándose y
respondiéndose. Los martillos golpearon con fuerza y a compás sobre la tapa de
la caja de Pandora y abrió la prisión del pensamiento. Y exclamó Pitágoras en
silencioso jipío: “¡Filosofía!”.
¿Cómo ser matemático antes que acusmático? El más primitivo conocimiento es oral. Después, poseído de inspiración, alejado de la ciudad, debajito de un olivo, al abrigo de su suave sombra, con la cabeza abierta, se puso a tocar en monocordio. Y el camino se dio por iniciado. Ese primer mathema, ese conocimiento primigenio, forjado a fuego en la fragua del tío Rafaé –que si no se llamaba así, así se tendría que haber llamado–, sólido, sin fisuras, guardó el compás pitagórico. Qué inspirados por su dios gitano no estarían los herreros que detuvieron en seco las sandalias de Pitágoras abriendo de par en par su mente al cosmos a golpe de martillo para que, todavía hoy, más de dos milenios y medio después, sigamos oyendo con nitidez su compás. Los siguientes, ávidos por proteger la jondura del hijo de Samos, entonaron distintos palos cuajando hemiolias de mathemas, de conocimientos, nuevos.
¿Cómo ser matemático antes que acusmático? El más primitivo conocimiento es oral. Después, poseído de inspiración, alejado de la ciudad, debajito de un olivo, al abrigo de su suave sombra, con la cabeza abierta, se puso a tocar en monocordio. Y el camino se dio por iniciado. Ese primer mathema, ese conocimiento primigenio, forjado a fuego en la fragua del tío Rafaé –que si no se llamaba así, así se tendría que haber llamado–, sólido, sin fisuras, guardó el compás pitagórico. Qué inspirados por su dios gitano no estarían los herreros que detuvieron en seco las sandalias de Pitágoras abriendo de par en par su mente al cosmos a golpe de martillo para que, todavía hoy, más de dos milenios y medio después, sigamos oyendo con nitidez su compás. Los siguientes, ávidos por proteger la jondura del hijo de Samos, entonaron distintos palos cuajando hemiolias de mathemas, de conocimientos, nuevos.
Pasó
la vida igual que pasó la corriente del río cuando mira al mar, que cantó
Heráclito, permaneciendo el mathema, el conocimiento, pitagórico, como
compás de todos los cantes que
vinieron: soleares idealistas, bulerías racionalistas, alegrías empiristas,
seguiriyas existencialistas, tangos analíticos... Casi dos mil cuatrocientas
primaveras pasaron. En el yunque, duro, gastado por el tiempo pero firme, un martillo
pilón se preparó para cambiar los acentos del primigenio compás del samio. En la
decimonónica herrería de Max* se
oyeron novedosos golpes en los yunques. Y ya no era sólo un nuevo palo al mismo
compás. A golpes, a golpes de martillo le dijo el duende al dionisíaco bigotón:
“¡Filosofía!”. Y se puso flamenco. Y no pocos tras él se
pusieron farrucos. Ya no había sandalias, pero seguía habiendo martillos,
martillos pitagóricos para crear soniquetes nuevos... Compás habrá mientras
humanidad haya, y cantes nuevos y cantes antiguos: “El que quiere nacer
tiene que romper un mundo”. Allá donde se oye un martillo rompiendo el
mundo a compás, allá donde un martinete surge de la entraña, se eleva al cielo
y vuela con los vientos hay Filosofía porque… ¿Qué es la Filosofía sino el más
hermoso y jondo martinete? ¿Qué es el Flamenco sino un filosofar a martillazos?
Olé, ¡oh Pitágoras! Olé.
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