Por Antonio Canales
Publicado en el número 7 de la revista LA FRAGUA, junio de 2015.
Llegué como
siempre llego, corriendo y atareado, con mi chofer y mi asistente detrás de mis
pasos, cargados con los enseres que siempre me acompañan cuando me dirijo a la
plaza del suspiro a matar al toro de la memoria. Despeinados y sudorosos,
recorríamos los interminables pasillos del Fitur que, más que un teatro, parece
la cancha severa y seca de cualquier recinto donde se suceden los deportes de
multitudes. Éramos tantos artistas que fue algo difícil y complejo saber dónde
tenía que ubicarme. Y dando vueltas y más vueltas y apremiando el tiempo del
comienzo, al fin conseguí llegar al frío y multifuncional vestuario, porque camerino no se le puede llamar a ese
despropósito de sitio. Cuando abro la doble y enorme puerta, lo primero que me
encuentro es a Lola y Manuel, sentados uno frente al otro conversando
tranquilamente, como si estuviesen en Triana un día cualquiera.
Nos saludamos
entre bromas y recuerdos y, poco a poco, empezaron a llegar otros artistas, entre
ellos los que me iban a acompañar en esa noche tan especial. Todas las miradas
se centraban en aquel hombre barbudo, sereno y pícaro que inundaba la sala con
su sola presencia. Y fuimos acercando paños para la hora del sacrificio… y se
fue despejando el cubículo de azulejos, lavabos, cientos de duchas y taquillas
ordenadas y feas. En ese momento, todo se tornó un ritual maravilloso... Él,
Molina, se puso en marcha como un resorte y dijo: “Lola, me voy a duchar para
quitarme el polvo del mundo y salir al escenario limpio como la patena.” Ella
me mira y me suelta: “Se duchó esta mañana en casa también.” A él le escucho en
la lejanía y con el eco que provocan esos vestuarios amorfos: “Es que, Lola de
mi alma, si no me siento así, no puedo subir al estrado de lo innombrable.” Yo
la miré y me eché a reír... Él se percató de mis risas y me dijo: “Antoñito, no
confundas la limpieza con lo presumido…” Yo asentí como un niño entregado a
aquel chamán al que adoré, adoraba y adoraré mientras me quede mi último
aliento de vida.
En ese momento,
Lola sacó de la trajera un traje impoluto de color blanco roto como la sal al
sol, y unos zapatos lustrados con tal saña que parecían espejos de agua
cristalina. Él se metió en el baño y comenzó el rito de sus abluciones... “Antonio,
¿tienes champú?”, me pregunta a voces. “Sííí,
Manuel”, contesto yo. Al rato: “Antonio, ¿tienes colonia de Nenuco?” “Sííí…”, vuelvo a contestar. “Es que si
no se pone colonia de bebé no se siente limpio”, me dice la Lola entre risas...
Y al poco rato, sale aquel profeta con las barbas y el pelo mojado, enfundado
en aquel traje de dioses y con una luz cegadora envolviendo su delgada figura…
y lo primero que me pide es un peine. Yo, claro está, lo primero que le
contesto es: “¿ves como eres un presumido como todos los artistas?” Y él, sin
decirme ni una palabra, se echa a reír y me pregunta, desviando mi comentario: “¿Así
vas a salir hoy a bailar?” “Sí”, contesto yo... Y me dice: “¡Qué alegría poder
salir así tan cómodo a bailar, sentarte donde quieras y que no se arruguen las
cosas! Es algo que siempre envidiaré de los bailaores... Además,
Antoñito, tú siempre rompiendo moldes… eso me gusta, Canales. Pero
acuérdate de tu abuelo y de Triana siempre, aunque vayas vestido de bombero.” La
Lola y yo explotamos de las risas. A esto que se levanta y abre su
ametralladora de cuerdas, que la coge y la trata como si fuese el vellocino...
la limpia, la templa, la mira... la suena de pie, a su forma, y eleva la voz y
la mirada al cielo solo unos instantes para decir: “¡Ay, compadre mío! Si no
fuese por lo que te camelo, no me
saca de San Juan de Aznalfarache ni diez mil carabineros.” Y empieza a
describirme su vida en San Juan, esos veranos, esa terraza, ese buen vivir que
los años te van permitiendo... Todo el día cómodo, sus comidas, en chilaba,
fresquito y a su manera... Con su Lola y sus cosas a la mano. Yo le digo: “Manuel,
siéntate, que falta aún bastante y te vas a quedar como la estatua de Rodrigo
de Triana”; y salta la Lola: “¡En seguía
se va a sentar! Eso es imposible”. Él se vuelve y me dice sonriente: “Ahora sí
te consiento que me llames presumido, pero yo no permito que las rayas de mis
pantalones y de mi vestuario se rompan antes de que se rompa mi corazón”… Y me
quedé sin palabras. Después vinieron las fotos, las bromas. Su mirada entre
bastidores viéndome bailar, y ya, para el colmo de aquella noche memorable, la
escena se derramó en perfumes. Salió aquel poeta como el sacerdote que oficia
la letanía más divina. Y acabó, con su grito y su susurro, embrujando el aire
que respirábamos y secando con su pañuelo de dulzura las lágrimas que sin
remedio derramamos. A él se le partieron, no las líneas de su ropa, sino el
alma y el corazón a un mismo tiempo... Simplemente, MANUEL MOLINA.
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