José Capinetti



Indudablemente Paco ha sido la máxima expresión de la guitarra flamenca. Antes de él, Sabicas, Niño Ricardo, Ramón Montoya y Miguel Borrull, ente otros, fueron conformando un universo flamenco de seis cuerdas, un caldo de cultivo necesario para que pudiese surgir el genio.

En La Isla, cómo no, también han nacido buenos tocaores. Sin ir más lejos, hoy día tenemos un plantel de jóvenes guitarristas que están llevando bien alto el nombre de La Isla, como son
Víctor Rosa, Jesús Guerrero, Juani de La Isla, Adriano Lozano y Lucas, entre otros. Pero antes que ellos ya estaban Paquito de La Isla, Ramón de La Isla, que acompañó durante años al Perro de Paterna, y Rafael Romero, que además de guitarrista es guitarrero.

Nombres como José Capinetti, el Moreno, Paco Bonfante, que murió tocando en un escenario, Agustín Bonfante, Buchiriri, Antonio Pavón, que acompañó a Juanito Valderrama, Pepe Hierro, Juan el Tate, Chano Gallego, Pepe Tejo, José y Francisco Baizán, Antonio Menéndez Capinetti y Rafael Escudier forman un abanico de guitarristas isleños que abarca desde finales del siglo XIX a finales del XX. Esta entrada la vamos a dedicar a José Capineti.

La txalaparta suena flamenco

Por Carlos Rey

Publicado en el número 2 de la revista LA FRAGUA, noviembre de 2012.

Mikel y Kortxo son txalapartaris. El instrumento que tocan se llama txalaparta y para el profano, a simple vista, puede parecer un xilófono gigante. Pero no, no es ningún xilófono. Es un instrumento tradicional vasco que esta pareja de txalapartaris hace sonar, ¡y de qué manera! Verlos y escucharlos tocar es un auténtico espectáculo en sí, pero si encima lo hacen por soleá por bulerías o por seguiriyas, eso ya es asombroso.

Corría el año 2001. El que escribe tocaba la guitarra con

Aquella noche

Nuestro amigo José Rodríguez, gran aficionado, nos ha hecho llegar un texto[1] de Felix Grande donde se relata lo que aconteció en la Venta de Vargas el 29 de agosto de 1969. Su lectura, indudablemente, os emocionará. Aquí os lo dejamos. Que disfrutéis.



"Muy cerca de esa calle es donde yo lo conocí. Fue, ya lo dije, la noche del 29 de agosto de 1969, en la Venta de Vargas. Para fue una noche esencial, lujosa, una de esas noches que, a veces, nadie sabe por qué, nos regala el destino. En el Teatro de Verano del Parque Genovés se celebró un homenaje a Pericón de Cádiz. Después de aquella pública velada flamenca, algunos artistas y aficionados fuimos hasta la calle gaditana en donde había nacido Pericón y en donde aquella noche fue descubierta una placa en homenaje suyo. Algunos poetas, ahí en la calle resonante de madrugada, elogian con sus rimas a la persona y a los cantes de Pericón. Veo a Paco de Lucía, la espalda recostada contra el portal, tocando por taranta, improvisando variaciones majestuosas. Algo más tarde, hacia las tres y media o las cuatro de aquella madrugada, estamos en la Venta de Vargas. Los privilegiados que vivimos aquella noche la hemos contado muchas veces. Yo la he contado incluso por escrito. Pero siempre he mentido a medias. Siempre la he relatado como maravillosa. No fue sólo maravillosa. Fue también devastadora y despiadada. Yo contaba el fasto de lo maravilloso, omitía la almendra amarga de aquella maravilla; y al ocultar aquella oscuridad omitía lo que en verdad hizo que aquella noche se inscribiese en la tempestuosa historia del flamenco. Me viene a la memoria el aviso de Antonio Machado: "Dijiste media verdad: / dirán que mientes dos veces / si dices la otra mitad". ¿Dirán que miento dos veces? Pero ahora tengo que arriesgarme. Además hay testigos. Escuchaban en aquel cuarto dos o tres amigos de Manolo Caracol a quienes yo no conocía, y escuchaban Francisca Aguirre, Carmina Martín Gayte, Fernando Quiñones, Rancapino y el Niño de los Rizos. ¿Por qué contar ahora lo que he callado siempre? En homenaje a Camarón. Creo que en aquellas horas Camarón dio una lección a su maestro, recibió una lección de su maestro, y hoy sé que ambas lecciones entreveradas cerraron una vieja herida. Nunca lo conté antes porque nunca lo comprendí. Ahora sí lo comprendo. Por un lado, ya existe información sobre algo que antes desconocíamos. Por otro lado, ya he aprendido que nuestras derrotas refieren nuestra intimidad, e incluso nuestra identidad, con mayor elocuencia que nuestras pasajeras victorias. Derrotas y victorias se dieron cita aquella noche. O mejor dicho, se dieron cita viejos resentimientos y la doble victoria de dos voces desgarradoras, dos voces que todo lo que nombraban lo convertían en siguiriya: las voces de Caracol y Camarón de la Isla. Eran como las cinco de la madrugada cuando llegó a  aquel cuarto Camarón. Parecía un angelito: delgado, frágil, silencioso, con la melena rubia y un cigarrito entre los dedos. Durante muchos años yo no supe que Camarón guardaba una cuenta pendiente con Manolo Caracol y que en aquellas horas le pasó aquella cuenta. Caracol la pagó. Yo ignoraba que la imagen angelical de Camarón ocultaba aquella noche oscuras energías y un secreto resentimiento. Lo he sabido después: cuentan que cuando Camarón era un niño, no un chaval, sino un niño, lo llamaron un día a la Venta de Vargas para que le cantara a Caracol. Cuentan que le cantó. Cuentan que Caracol, cuando fue requerida su opinión, hizo un gesto a la vez despectivo y aprobatorio y dijo "No está mal..." Aquel desdén se había clavado en la memoria de aquel niño como un arpón de arsénico. No lo olvidó jamás. Cuentan que se juró no cantarle jamás a Caracol. El orgullo de un artista, aunque sea un niño, y más aún si es gitano, y más aún si se resiente ante el desdén de una persona venerada, puede ser calcinante. No si antes de esa noche Camarón había roto su juramento. Aquella noche lo rompió. ¿Cantó para Caracol? Más bien, cantó contra Caracol. Ahora tenía dieciocho años, había grabado ya su primer disco, tenía una voz súbitamente antigua, una afinación portentosa, un desgarramiento solemne, y llegó con su melena rubia, su cigarrito y su cara aniñada. Llegó dispuesto a reventar a su maestro, a recordarle por entre la niebla de los años aquel gesto despectivo y aprobatorio, aquella frase tan distante: "No está mal..." Lo que sigue quiero narrarlo con rapidez y claridad. Caracol estaba sentado en una silla de anea de respaldo alto, junto al Niño de los Rizos, que lo acompañaba a la guitarra. En medio del cuarto había una mesa de madera con unas botellas y unas copas de fino. Siete u ocho aficionados escuchábamos al maestro. Llegó Camarón y escuchó. Luego cantó. Se situó detrás de Caracol, entre el maestro y el Niño de los Rizos, de pie. Durante un largo rato Camarón apoyó su mano derecha sobre la silla en que se sentaba Caracol. ¿Estaba sentado Caracol? Estaba sentado, pero en cada cante se incorporaba a medias, como ayudando al cante a levitar. Otras veces agarraba la mesa con la mano derecha, con fuerza, como pidiendo socorro a la madera. El instante que quiero relatar -duró casi una hora- fue un monumento a los fandangos. Ya se había cantado por soleá, por siguiriya, por malagueña. Todo sonaba a siguiriya en aquellas  dos  voces. Los fandangos  también  sonaban  con  las  lastimaduras de la siguiriya. Veo la escena. Caracol, congestionado de cante, de vino, de pena y de bravura, desazonadamente sentado en la silla de anea. A su izquierda, el Niño de los Rizos, tocando por medio con la cejilla al tres. En medio de los dos, Camarón, con su cara aniñada, apoyando su mano derecha en el respaldo de la silla de Caracol. El joven, cantando con su voz alpinista, exacta y sabia. El viejo, cantando con su voz de espeleólogo. Los dos al mismo tono y los dos enduendados. Nosotros, medio  paralizados, como en un daguerrotipo,  pero  con  el  pulso bombardeándonos la piel. No sabíamos qué era lo que ocurría. Así no se podía cantar. Pero es así como estaban cantando. De manera mundial. De pronto, Camarón, con un tono de voz entre negligente, autoritario y afectivo, mandó al Niño de los Rizos que le subiera un traste la cejilla. Caracol ni siquiera lo miró. Estaba concentrado. Para decirlo con las palabras con las que García Lorca definiera al cante flamenco: estaba "concentrado en sí mismo y terrible en medio de la sombra". Cantaron, pues, por medio, con la cejilla al cuatro. Parecía que la voz fresca y joven de Camarón iba a despedazar la voz enronquecida de Caracol. Se quebraba la voz de Caracol, pero no se rompía. Y de cada quebranto de la voz se desprendía un perfume a sangre recién derramada. Camarón, con una indiferencia despiadada, le ordenó nuevamente al Niño de los Rizos que le pusiera la cejilla al cinco. Caracol ni siquiera lo miró. No sabíamos que era lo que ocurría. Allí, en el cinco por medio, no se podía cantar, y era allí donde se estaba cantando, y de un modo espantoso. Cantaron, pues, fandangos con la cejilla al cinco, por medio. El uno, con voz fresca; el otro, con la voz tiritando. A los dos les ardía el cante en la boca. Ahora lo sé: Camarón quería arrastrar por los suelos a Caracol. Lo que ocurría era que los fandangos de Caracol, cada vez más maltrechos, se arrastraban de tal manera que no pedían limosna, sino que la distribuían: despedazándose, Manolo Caracol emitía la suntuosidad del mendigo. Camarón quería destrozarlo, lo estaba destrozando, pero cuanto más destrozado estaba, Manolo Caracol era más cantaor y más maestro. Camarón le hizo una seña -ya no desdeñosa, sino un poco cohibida- al Niño de los Rizos para indicarle que le subiera la cejilla al seis. El ruido de la cejilla al desplazarse rebotó en el silencio. Caracol ni miró siquiera. Tal vez sólo ellos dos sabían lo que estaba ocurriendo. Como diez años antes, un Manuel Ortega Juárez majestuoso había escuchado cantar en la Venta de Vargas a un niño rubio, y luego, negligentemente, lo había apartado de su lado para ocuparse de cosas más serias. Ahora, aquel niño rubio se había convertido en un joven lleno de fuerza y de saber, en un joven maestro, se le había puesto delante en la Venta de Vargas y le había dicho en silencio: ¿Se acuerda usté, maestro? Pues ahora vamos a ocuparnos de cosas más serias. Y se dispuso a romperle la voz a Caracol. Despiadadamente, con su cara de ángel. Es verdad: Caracol, unos diez años antes, había cometido un irreparable descuido, y ahora tenía que repararlo, y ahora lo estaba reparando. Ahora contemplaba con su cuerpo cansado y con su corazón rebelde y cansado el orgullo y el resentimiento de aquel niño chico que misteriosamente había crecido y aparecía a su espalda, con la mano sobre el respaldo de la silla, pidiendo música con la cejilla al seis. Aquello era inmisericorde. Era también maravilloso. Camarón de la Isla estaba arrodillando a Manolo Caracol. Pero lo que ocurría era que Caracol, con la voz de rodillas, era cada vez más maestro. Cantaron fandangos, por tumo riguroso, con la cejilla al seis. El joven, con su voz fresca, sabia y absolutamente luminosa, como si descendiese desde la luna. El viejo, con su voz zarandeada, sabia y absolutamente nocturna, como si sonara desde el calabozo. Caracol, con el cante arrodillado, le estaba pidiendo perdón con su voz ansiosa, pero, como suele ocurrir, cada vez que le pedía perdón le borraba la cara:cada agudo maltrecho, cada nota arrodillada de Caracol era una dentellada. Camarón quería destrozar al maestro por no haber sido elogiado por él años antes, cuando más lo necesitaba. Y Caracol estaba siendo destrozado y, como de rodillas, le estaba diciendo en secreto a Camarón: aprende, chaval, hay que cantar desde el fondo del desamparo; hay que cantar con orgullo y con resentimiento y con sabiduría, como ya lo haces, pero además hay que cantar desde el fondo del desamparo. Camarón pidió -ya no ordenó: pidió con la mirada­ al Niño de los Rizos que le pusiera la cejilla al siete. Caracol ni siquiera miró.Estaba como sonámbulo. Bebía sorbos de vino para ayudarse a empujar los agudos. Le sudaban los párpados, y aquellas gotas de sudor eran como fantasmas de lágrima. Sólo ver su figura era una lección de flamenco. Desamparado y decidido. Arrodillado y orgulloso. Pidiéndole perdón a aquel chiquillo despiadado y, a la vez, dándole una lección, regalándole una lección, la última lección que podía darle a aquel joven maestro, la única que Camarón no dominaba todavía y que luego dominaría hasta su muerte: que hay que cantar con el orgullo y con la técnica, con la fatalidad y la sabiduría, con el resentimiento y el dolor, pero desde el fondo del desamparo. Tienes razón, chaval: yo merecía cantarte de rodillas, y es lo que estoy haciendo sentado tenso en esta silla: cantar para ti de rodillas; pero no olvides nunca que esta noche yo estoy más desamparado que tú y que por eso continúo siendo tu maestro. A estas alturas de la madrugada (de la mañana ya, eran casi las ocho) Camarón de la Isla ya lo había comprendido todo: su maestro ya le había pedido perdón sin dejar de ser su maestro. Camarón ya se sentía reconciliado. La prueba de ello es que cuando cantó un fandango con la cejilla al siete, en lugar de poner la mano derecha sobre el respaldo de la silla de Caracol apoyó esa mano sobre el hombro de Manuel Ortega Juárez. Así, con la mano sobre el hombro de su maestro, de su venerado maestro, de su recobrado maestro, cantó con una rabia que se disolvía en la pura congoja. Cuando acabó, Caracol, sin mirarlo -miraba al suelo, miraba debajo del suelo-, le dio unos golpecitos cariñosos a la mano de Camarón. Años de resentimiento se acabaron en aquel gesto. Años de orgullo herido y de dolor secreto se acabaron en aquella reconciliación, aquella noche clamorosa. Tras acariciar la mano de su heredero -con aquellas palmaditas testamentarias lo nombró su heredero-, Caracol se incorporó, se levantó de la silla, con los ojos sanguinolentos, resoplando de fatiga y cansancio. Con la cejilla al siete, Caracol, como inclinado desde la cintura al vacío, con el brazo izquierdo hacia atrás y la mano derecha lanzada hacia adelante, ambas manos horriblemente abiertas, tensas como las cicatrices, cantó  su ya famoso  y premonitorio fandango: "Me voy a morí. / Gitanitos de la Cava, / me voy a morí. / Venir, gitanos, gitanas, / quiero que lloréis por mí, / mis gitanos, mis gitanitos de la Cava...". Manolo Caracol tenía aquella noche sesenta años recién cumplidos. Murió tres años y medio más tarde, de un accidente de automóvil. Su entierro en Madrid fue multitudinario. Le dejó al cante la voz más trágica que conocemos. Camarón de la Isla tenía aquella noche dieciocho años. Murió a los cuarenta y uno, del accidente de haber vivido rompiéndose. Su entierro en San Fernando fue clamoroso. Le dejó al cante la voz más desamparada que se recuerda."




[1] Incluido en el libro A Camarón, editado con motivo de la muerte de Camarón para la Bienal de Flamenco de Sevilla de 1992, que cuenta con la colaboración de Salvador Távora, José Luis Ortiz Nuevo, Felix Grande y otros nueve autores. Ediciones Alfar. 1992. Sevilla.