"Muy cerca de esa calle es donde yo lo conocí. Fue, ya lo dije, la
noche del 29 de agosto de 1969,
en la Venta de Vargas.
Para mí fue una noche esencial, lujosa, una de esas noches que,
a veces, nadie sabe por qué, nos regala el destino.
En el Teatro de Verano del Parque Genovés se celebró un homenaje
a Pericón de Cádiz. Después de aquella pública
velada flamenca, algunos
artistas y aficionados fuimos hasta la calle gaditana
en donde había nacido Pericón y en donde
aquella noche fue descubierta una placa en homenaje suyo. Algunos poetas,
ahí en la calle resonante de madrugada, elogian
con sus rimas a la persona y a los cantes de Pericón. Veo a Paco de Lucía, la espalda
recostada contra el portal, tocando por taranta, improvisando variaciones majestuosas. Algo más tarde,
hacia las tres y media o las cuatro
de aquella madrugada, estamos en la Venta de Vargas.
Los privilegiados que vivimos aquella noche la hemos contado muchas veces. Yo
la he contado incluso por escrito. Pero siempre
he mentido a medias. Siempre la he relatado como maravillosa. No fue sólo maravillosa. Fue también devastadora y despiadada. Yo contaba
el fasto de lo maravilloso, omitía la almendra
amarga de aquella maravilla; y al ocultar
aquella oscuridad omitía
lo que en verdad hizo que aquella noche se inscribiese en la tempestuosa historia del flamenco.
Me viene a la memoria el aviso de Antonio
Machado: "Dijiste media verdad: / dirán que mientes dos veces / si dices la
otra mitad". ¿Dirán que miento dos veces? Pero ahora tengo que arriesgarme.
Además hay testigos. Escuchaban en aquel cuarto dos o tres amigos de Manolo Caracol
a quienes yo no conocía, y escuchaban Francisca Aguirre, Carmina Martín Gayte, Fernando
Quiñones, Rancapino y el Niño de los Rizos. ¿Por qué contar ahora lo que he callado
siempre? En homenaje a Camarón. Creo que en aquellas horas Camarón dio una lección
a su maestro, recibió una lección de su maestro, y hoy sé que ambas lecciones
entreveradas cerraron una vieja herida. Nunca lo conté antes porque nunca lo
comprendí. Ahora sí lo comprendo. Por un lado, ya existe información sobre algo
que antes desconocíamos. Por otro lado, ya he
aprendido que nuestras
derrotas refieren nuestra intimidad,
e incluso nuestra identidad, con mayor elocuencia que nuestras pasajeras victorias.
Derrotas y victorias se dieron cita aquella noche. O mejor dicho, se dieron cita
viejos resentimientos y la doble victoria de dos voces desgarradoras, dos voces
que todo lo que nombraban lo convertían en siguiriya: las voces de Caracol y Camarón
de la Isla. Eran como las cinco de la madrugada cuando llegó a aquel cuarto Camarón. Parecía un angelito: delgado,
frágil, silencioso, con la melena rubia y un cigarrito entre los dedos. Durante
muchos años yo no supe que Camarón guardaba una cuenta pendiente con Manolo Caracol
y que en aquellas horas le pasó aquella cuenta. Caracol la pagó. Yo ignoraba que
la imagen angelical de Camarón ocultaba aquella noche oscuras energías y un secreto
resentimiento. Lo he sabido después: cuentan que cuando Camarón era un niño, no
un chaval, sino un niño, lo llamaron un día a la Venta
de Vargas para que le cantara a Caracol. Cuentan que le cantó. Cuentan
que Caracol, cuando fue requerida
su opinión, hizo un gesto a la vez despectivo y aprobatorio y dijo "No
está mal..." Aquel desdén se había clavado en la memoria de aquel niño como un arpón de
arsénico. No lo olvidó jamás. Cuentan que se juró no cantarle jamás a Caracol. El orgullo de un artista,
aunque sea un niño, y más aún si es gitano, y más aún si se resiente ante el desdén
de una persona venerada, puede ser calcinante. No sé si antes
de esa noche Camarón había roto su juramento. Aquella noche lo rompió.
¿Cantó para Caracol? Más bien, cantó contra
Caracol. Ahora tenía dieciocho años, había grabado ya su primer disco, tenía
una voz súbitamente antigua, una afinación portentosa, un desgarramiento solemne,
y llegó con su melena rubia, su cigarrito y su cara aniñada. Llegó dispuesto a reventar
a su maestro, a recordarle por entre la niebla de los años aquel gesto
despectivo y aprobatorio, aquella frase tan distante: "No está mal..."
Lo que sigue quiero narrarlo con rapidez y claridad. Caracol estaba sentado en una
silla de anea de respaldo alto, junto al Niño de los Rizos, que lo acompañaba a
la guitarra. En medio del cuarto había una mesa de madera con unas botellas y unas
copas de fino. Siete u ocho aficionados escuchábamos al maestro. Llegó Camarón y
escuchó. Luego cantó. Se situó detrás de Caracol, entre el maestro y el Niño de
los Rizos, de pie. Durante un largo rato Camarón apoyó su mano derecha sobre la
silla en que se sentaba Caracol. ¿Estaba sentado Caracol? Estaba sentado, pero en
cada cante se incorporaba a medias, como ayudando al cante a levitar. Otras veces
agarraba la mesa con la mano derecha, con fuerza, como pidiendo socorro a la madera.
El instante que quiero relatar -duró casi una hora- fue un monumento a los fandangos.
Ya se había cantado por soleá, por siguiriya, por malagueña. Todo sonaba a
siguiriya en aquellas dos voces. Los fandangos también sonaban
con las lastimaduras de la siguiriya. Veo la escena. Caracol, congestionado
de cante, de vino, de pena y de bravura, desazonadamente sentado en la silla de
anea. A su izquierda, el Niño de los Rizos, tocando por medio con la cejilla al
tres. En medio de los dos, Camarón, con su cara aniñada,
apoyando su mano derecha en el respaldo
de la silla de Caracol. El joven, cantando con su voz alpinista, exacta y
sabia. El viejo, cantando con su voz de espeleólogo. Los dos al mismo tono y los
dos enduendados. Nosotros, medio paralizados,
como en un daguerrotipo, pero con el pulso bombardeándonos la piel. No sabíamos qué
era lo que ocurría. Así no se podía cantar. Pero es así como estaban cantando. De
manera mundial. De pronto, Camarón, con un tono de voz entre negligente,
autoritario y afectivo, mandó al Niño de los Rizos que le subiera un traste la
cejilla. Caracol ni siquiera lo miró. Estaba concentrado. Para decirlo con las
palabras con las que García Lorca definiera al cante flamenco: estaba
"concentrado en sí mismo y terrible en medio de la sombra". Cantaron,
pues, por medio, con la cejilla al cuatro. Parecía que la voz fresca y joven de
Camarón iba a despedazar la voz enronquecida de Caracol. Se quebraba la voz de
Caracol, pero no se rompía. Y de cada quebranto de la voz se desprendía un
perfume a sangre recién derramada. Camarón, con una indiferencia despiadada, le
ordenó nuevamente al Niño de los Rizos que le pusiera la cejilla al cinco.
Caracol ni siquiera lo miró. No sabíamos que era lo que ocurría. Allí, en el cinco
por medio, no se podía cantar, y era allí donde se estaba cantando, y de un
modo espantoso. Cantaron, pues, fandangos con la cejilla al cinco, por medio.
El uno, con voz fresca; el otro, con la voz tiritando. A los dos les ardía el
cante en la boca. Ahora lo sé: Camarón quería arrastrar por los suelos a
Caracol. Lo que ocurría era que los fandangos de Caracol, cada vez más
maltrechos, se arrastraban de tal manera que no pedían limosna, sino que la
distribuían: despedazándose, Manolo Caracol emitía la suntuosidad del mendigo.
Camarón quería destrozarlo, lo estaba destrozando, pero cuanto más destrozado
estaba, Manolo Caracol era más cantaor y más maestro. Camarón le hizo una seña
-ya no desdeñosa, sino un poco cohibida- al Niño de los Rizos para indicarle
que le subiera la cejilla al seis. El ruido de la cejilla al desplazarse rebotó
en el silencio. Caracol ni miró siquiera. Tal vez sólo ellos dos sabían lo que
estaba ocurriendo. Como diez años antes, un Manuel Ortega Juárez majestuoso
había escuchado cantar en la Venta de Vargas a un niño rubio, y luego,
negligentemente, lo había apartado de su lado para ocuparse de cosas más
serias. Ahora, aquel niño rubio se había convertido en un joven lleno de fuerza
y de saber, en un joven maestro, se le había puesto delante en la Venta de
Vargas y le había dicho en silencio: ¿Se acuerda usté, maestro? Pues ahora
vamos a ocuparnos de cosas más serias. Y se dispuso a romperle la voz a
Caracol. Despiadadamente, con su cara de ángel. Es verdad: Caracol, unos diez
años antes, había cometido un irreparable descuido, y ahora tenía que
repararlo, y ahora lo estaba reparando. Ahora contemplaba con su cuerpo cansado
y con su corazón rebelde y cansado el orgullo y el resentimiento de aquel niño
chico que misteriosamente había crecido y aparecía a su espalda, con la mano
sobre el respaldo de la silla, pidiendo música con la cejilla al seis. Aquello
era inmisericorde. Era también maravilloso. Camarón de la Isla estaba
arrodillando a Manolo Caracol. Pero lo que ocurría era que Caracol, con la voz
de rodillas, era cada vez más maestro. Cantaron fandangos, por tumo riguroso,
con la cejilla al seis. El joven, con su voz fresca, sabia y absolutamente
luminosa, como si descendiese desde la luna. El viejo, con su voz zarandeada,
sabia y absolutamente nocturna, como si sonara desde el calabozo. Caracol, con
el cante arrodillado, le estaba pidiendo perdón con su voz ansiosa, pero, como
suele ocurrir, cada vez que le pedía perdón le borraba la cara:cada agudo maltrecho, cada nota arrodillada de Caracol era una dentellada. Camarón quería destrozar al maestro por no haber sido
elogiado por él años antes, cuando más lo necesitaba. Y Caracol estaba siendo destrozado y, como
de rodillas, le estaba diciendo en secreto a Camarón: aprende, chaval, hay que cantar
desde el fondo del desamparo; hay que cantar con orgullo y con resentimiento y
con sabiduría, como ya lo haces, pero además hay que cantar desde el fondo del desamparo.
Camarón pidió -ya no ordenó: pidió con la mirada al Niño de los Rizos que le pusiera
la cejilla al siete. Caracol ni siquiera miró.Estaba como sonámbulo. Bebía sorbos de vino para
ayudarse a empujar los agudos. Le sudaban los párpados, y aquellas gotas de sudor
eran como fantasmas de lágrima. Sólo ver su figura era una lección de flamenco. Desamparado y decidido. Arrodillado
y orgulloso. Pidiéndole perdón a aquel chiquillo despiadado y, a la vez, dándole
una lección, regalándole una lección, la última lección que podía darle a aquel
joven maestro, la única que Camarón no dominaba todavía y que luego dominaría hasta
su muerte: que hay que cantar con el orgullo y con la técnica, con la fatalidad
y la sabiduría, con el resentimiento y el dolor, pero desde el fondo del desamparo. Tienes razón, chaval:
yo merecía cantarte
de rodillas, y es lo que estoy haciendo
sentado tenso en esta silla:
cantar para ti de
rodillas; pero no olvides nunca que esta noche yo estoy más desamparado que tú y
que por eso continúo siendo tu maestro. A estas alturas de la madrugada (de la mañana
ya, eran casi las ocho) Camarón de la Isla ya lo había comprendido todo: su maestro ya le había pedido
perdón sin dejar de ser su maestro. Camarón ya se sentía reconciliado. La
prueba de ello es que cuando cantó un fandango con la cejilla al siete, en lugar
de poner la mano derecha sobre el respaldo de la silla de Caracol apoyó esa mano
sobre el hombro de Manuel Ortega Juárez. Así, con la mano sobre el hombro de su
maestro, de su venerado maestro, de su recobrado maestro, cantó con una rabia que
se disolvía en la pura congoja. Cuando acabó, Caracol, sin mirarlo -miraba al suelo,
miraba debajo del suelo-, le dio unos golpecitos cariñosos a la mano de Camarón.
Años de resentimiento se acabaron en aquel gesto.
Años de orgullo herido y de dolor secreto se acabaron en aquella reconciliación,
aquella noche clamorosa. Tras acariciar la mano de su heredero -con aquellas palmaditas
testamentarias lo nombró su heredero-, Caracol se incorporó, se levantó de la silla,
con los ojos sanguinolentos, resoplando de fatiga y cansancio. Con la cejilla al
siete, Caracol, como inclinado desde la cintura al vacío, con el brazo izquierdo
hacia atrás y la mano derecha lanzada hacia adelante, ambas manos horriblemente
abiertas, tensas como las cicatrices, cantó
su ya famoso y premonitorio fandango:
"Me voy a morí. / Gitanitos de la Cava, / me voy a morí. / Venir, gitanos,
gitanas, / quiero que lloréis por mí, / mis gitanos, mis gitanitos de la Cava...".
Manolo Caracol tenía aquella noche sesenta años recién cumplidos. Murió tres años
y medio más tarde, de un accidente de automóvil. Su entierro en Madrid fue multitudinario.
Le dejó al cante la voz más trágica que conocemos. Camarón de la Isla tenía aquella
noche dieciocho años. Murió a los cuarenta y uno, del accidente de haber vivido
rompiéndose. Su entierro en San Fernando fue clamoroso. Le dejó al cante la voz
más desamparada que se recuerda."

[1] Incluido en el libro A
Camarón, editado con motivo de la muerte de Camarón para la Bienal de
Flamenco de Sevilla de 1992, que cuenta con la colaboración de Salvador Távora,
José Luis Ortiz Nuevo, Felix Grande y otros nueve autores. Ediciones Alfar.
1992. Sevilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario