De las danzas y andanzas de Enrique El Cojo

Por Antonio Jiménez Cuenca

Viviendo yo en el 44 de la sevillana calle Castellar, allá por el 83 del pasado siglo, recuerdo que ocupando mi tiempo en el estudio, que era lo que me correspondía hacer por aquella época, escuchaba a través de la ventana unos ruiditos sordos que me llegaban desde la calle. Tiempo de primavera luminosa, con la calle adormecida en la mañana lenta que empezaba a despertarse, con el olor y el ruido del trajín de los enganches de las caballerizas de Espíritu Santo, detrás del Palacio de Dueñas. Siempre a compás, más pausado o más rápido pero a compás. Como un reloj gratuito y callejero, marcando el paso del día, desde muy temprano hasta la noche, allí, en el 26A de la calle,  estaba la solución del misterioso ruido: la academia de baile de Enrique el Cojo. Personaje ilustre del barrio de La Feria que impregnó de sabiduría jonda el baile de toda una época. Por la academia de Enrique desfilaron Cristina Hoyos, Manuela Vargas, Lucero Tena, Marisol, Juanita Reina y la Duquesa de Alba, entre muchas ya que dedicó s de cincuenta años a la enseñanza del baile flamenco.

De las danzas y andanzas de Enrique El Cojo vuelve a ver la luz más de treinta años después de su primera edición. En el prólogo, Cristina Hoyos nos advierte: Fue en una gira por Francia con Manuela Vargas, en la que Enrique bailaba, cuando me di cuenta de su grandeza, un artista que a pesar de su cuerpo corto, de ser gordito, calvo, sordo y cojitranco, levantaba al público desde que salía al escenario. Él se transformaba, movía los brazos a la manera de mujer y zapateaba, apoyándose en la pierna mala, y se creía el rey del mundo bailando. Olvidábamos su cuerpo contrahecho y solo sentíamos al artista, ¡qué cantidad de aplausos arrancaba!

Acostumbraba Enrique a marcar el compás sobre el tablero de la mesa camilla que tenía en un extremo de la escasa sala de baile de su academia. Y lo hacía a golpe de abanico. Por soleá, por alegrías, por tango, por lo que fuera. Y de ahí, la incógnita resuelta, aquellos golpes sordos a compás eran la mano hábil del maestro marcando el ritmo con su abanico sobre la mesa. Mañanas de júbilo grabadas en el recuerdo de un estudiante que se quería comer el mundo desde su isla natal pasando por la Sevilla de Enrique El Cojo.

De la mano del maestro José Luis Ortiz Nuevo y la exhaustiva investigación documental de la periodista Ángeles Cruzado, encontramos la biografía de Enrique Jiménez Mendoza, un ser excepcional. Si tienen ocasión no se lo pierdan y disfruten.

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