Enrique Morente

Desde el Albaicín y sus cármenes se ve la Alhambra, al pie de los montes nevados. A vista de pájaro, todo es una sucesión de cuestas empedradas, jardines, manantiales y frescos cerros.
Así suena Morente. Terco en las alturas y meciendo el canto como el vuelo de una alondra.
Desde su dominio en las notas de apoyo, se siente almuédano y hace uso de los melismas con sentimiento, regustándose en la semitonía, siempre al límite del tiempo en ese deleite, tanto que al maestro Sanlúcar le cuesta compensar sus cadencias.
De voz valiente, rocosa en el ataque y mimando el reposo, llorándolo, ha estado al servicio tanto de la destilación de los cantes más ortodoxos como de los melancólicos sonidos de Omega, una obra de arte a la altura de La leyenda del tiempo. Ha sabido acercarse a los grandes poetas (Alberti, Guillén, Lorca, Leonard Cohen) y por último, a la pintura de Picasso, en un acercamiento magistral de las dos artes.





El 13 de diciembre se cumple el aniversario de su muerte. Este granaino deja linaje y una obra que resonará en los ecos de Sierra Nevada por los siglos de los siglos.


Trysko

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